Desde los escombros del Jet Set: (Resonancia fatal: cuando el sonido y la estructura bailan al mismo ritmo; Parte 6)
En este punto, me gustaría que dirijamos nuestra atención a uno de los aspectos más mencionados de esta tragedia, pero que, al mismo tiempo, suele ser de los menos comprendidos: las vibraciones.
Para poder estudiar y cuantificar las vibraciones, los
ingenieros las modelamos mediante un constructo matemático que denominamos
“onda”. Dentro de este concepto, hay varios elementos clave que necesitamos
comprender para entender cómo las vibraciones pudieron contribuir a la
catástrofe que hoy conocemos.
Uno de esos elementos es la frecuencia, que no es más que la
cantidad de veces que una onda vibra por unidad de tiempo, por ejemplo, por
segundo.
Otro concepto relacionado es el de frecuencia natural, que
es, esencialmente, la cantidad de veces por segundo que un objeto vibra cuando
ya no está presente la fuerza inicial que provocó esa vibración.
Llevemos esto a un ejemplo bien práctico:
Una nota musical no es otra cosa que un sonido generado a
una determinada frecuencia. Cuando un guitarrista pulsa una cuerda, esta vibra
a una frecuencia específica que produce una nota determinada, incluso después de
que el músico ya no vuelva a tocar esa cuerda.
El hecho de que la cuerda produzca siempre la misma nota se
debe a que su frecuencia natural (su “frecuencia propia”) es constante, siempre
que las condiciones de tensión, masa y longitud no varíen.
Si el guitarrista desea que la misma cuerda produzca una
nota diferente, debe ajustar la clavija: al tensarla, aumenta la frecuencia
natural y la nota se vuelve más aguda; al flojarla, la frecuencia disminuye y
la nota es más grave.
Este mismo principio aplica a todos los cuerpos físicos, no
solo a los instrumentos musicales. Todos los objetos tienen una frecuencia
natural, incluyendo —y esto es clave— un edificio.
Recordemos que, en el artículo tres, mencionamos que las
vigas prefabricadas del techo del Jet Set podían considerarse, a efectos
prácticos, como vigas simplemente apoyadas, lo que implica que, en ciertas
circunstancias, pueden vibrar de forma casi independiente del resto de la
estructura.
Alguien podría objetar esta afirmación, pero la mantendremos
por ahora para fines de comprensión.
Aquí entra otro concepto fundamental de las ondas: la resonancia.
Volvamos a un ejemplo sencillo. ¿Podría una niña pequeña columpiar a su padre —que pesa seis o siete veces más que ella— y llevarlo a alturas verdaderamente peligrosas? La respuesta es sí, si sabe aplicar correctamente el principio de la resonancia.
Con su fuerza limitada, la niña no logra mover mucho a su
padre con el primer empujón. Pero si sigue empujando con precisión, justo cada
vez que el columpio completa su ida y vuelta, el movimiento irá creciendo más y
más. En poco tiempo, el padre podría estar columpiándose a alturas alarmantes.
Ella, sin saberlo, estaría aprovechando la resonancia de ondas.
Este efecto puede ser tan potente que, por ejemplo, a los
ejércitos se les ordena romper la marcha al cruzar puentes, para evitar que el
ritmo de la marcha coincida con la frecuencia natural del puente y lo lleve a
colapsar, como ocurrió en el famoso caso del Puente Tacoma Narrows.
¿Y cómo se relaciona todo esto con el caso del Jet Set?
Sabemos que en esa estructura había más de una fuente de
vibraciones: las plantas eléctricas, los sistemas de refrigeración (chillers) y
las bocinas que amplificaban el sonido de las orquestas.
Según se ha dicho, las plantas eléctricas no estaban sobre
el techo, sino en un área técnica aislada. Por tanto, para fines de este
artículo, consideraremos que su impacto vibratorio fue irrelevante.
Pero sí sabemos con certeza que los chillers del sistema de
aire acondicionado estaban sobre el techo del Jet Set. Y estos, sin lugar a
dudas, generan vibraciones.
Es cierto que estos equipos están regulados por la norma ISO
10816, que establece que los niveles de velocidad vibratoria deben mantenerse
entre 2-4 mm/s para que no sean dañinos ni perceptibles. Además, suelen
instalarse sobre pads de neopreno, que ayudan a absorber parte de esas
vibraciones.
Sin embargo, esta concesión no toma en cuenta el peso en sí
de esos equipos, que se suma a la sobrecarga muerta que ya analizamos en la
quinta entrega de esta serie.
Un punto importante: en una entrevista concedida por Antonio
Espaillat a la periodista Edith Febles (publicada el 23 de abril), él afirma
que, en el momento del evento, se usaban la misma cantidad de equipos de
refrigeración que desde el principio de la conversión del cine en discoteca.
Pero en la misma entrevista menciona que contrató una
empresa de aire acondicionado para instalar nuevos equipos, lo cual sugiere que
reemplazó los anteriores por unos nuevos.
Podemos suponer que estos nuevos equipos eran más potentes, ya que una discoteca genera hasta tres veces más carga térmica que un cine con la misma cantidad de personas. Por tanto, es razonable pensar que estos chillers eran también más pesados. Todo eso, tomando en cuenta que no necesariamente la disposición que él encontró era a ideal, y que cambiar esos equipos por otros potencialmente más pesados lo agravaría.
A esto se suma otra denuncia relevante: el medio Somos Pueblo asegura que se abrieron hoyos de hasta dos metros cuadrados en el techo para instalar ductos de aire desde los chillers hacia el interior. Si eso es cierto —y si dichos agujeros se hicieron en puntos sensibles de las vigas prefabricadas, especialmente proximos al centro de la luz—, estaríamos hablando de un error estructural grave, posiblemente más significativo que cualquier otro mencionado hasta ahora. La explicación técnica de por qué esto es tan delicado ya la tratamos, parcialmente, en el artículo tres.
Volviendo a las vibraciones, nos queda por analizar las
provocadas por el sonido de las bocinas.
Aquí entra un nuevo concepto: la intensidad de la onda, que
representa la cantidad de energía que transporta por unidad de área y tiempo.
En una discoteca típica, el nivel de presión sonora suele
estar entre 100 y 130 decibeles. Es poco probable que en el Jet Set se
superaran estos niveles, ya que un aumento más allá de eso sería incluso
molesto para los oídos del público.
Y resulta poco probable que aunque la frecuencia del sonido
coincidiera con la frecuencia natural de las vigas, la intensidad hubiese sido suficiente para causar daño estructural por sí sola, incluso con el paso
de los años.
Ahora bien, otra sería la historia si las bocinas estuvieran colgadas del techo, algo bastante común en locales de ese tipo. En la entrevista antes citada, Antonio Espaillat da a entender que ninguna bocina colgaba del techo. Aun así, es fundamental que el peritaje confirme o descarte este dato, porque esa diferencia podría ser clave para entender lo ocurrido.
Así, nos acercamos poco a poco al final de esta serie de artículos, con la esperanza de presentar conclusiones que no solo sean útiles para este caso en particular, sino que también aporten información y conocimiento valiosos. Mi objetivo es que, al compartir estos aprendizajes, logremos crear conciencia en la sociedad, de modo que, entre todos, podamos evitar que una tragedia como esta se repita y trabajemos juntos para construir una sociedad mejor.
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